
Formas prehispánicas de vivir la Muerte
El pensar en la trascendencia más allá de la Tierra nos indica otra forma de vivir post mortem, y eso es transmitido a nivel espacial desde hace miles de años. Durante siglos se ha pensado en espacios de descanso, de solemnidad y empatía con aquel que ya no transita este mundo, teniendo en cuenta que este espacio también involucra a los vivos. Actualmente la causa por la que los vivos acuden mayormente a los espacios de descanso de los muertos (los cementerios) es porque buscan despedir y recordar a sus seres queridos ya que por más que el fallecido viva la muerte directamente al atravesarla, los vivos también la viven indirectamente cuando la enfrentan en el duelo tras el fallecimiento de un ser querido. Los muertos habitan los cementerios en forma estática y los vivos en forma dinámica, pero ambos los habitan.
Los cementerios, son este lugar por excelencia que involucran la vida y la muerte, suponiendo un limbo espacial y conmemorativo. Representan un lugar de tránsito vivo en su superficie pero debajo es el lugar de reposo constante de los fallecidos, un nexo que conecta ambos mundos.
Las cuestiones de “morte” que interpela a la humanidad desde sus comienzos, nos evoca a preguntarnos ¿cómo nos relacionamos cultural, social y arquitectónicamente con los sentimientos y hechos que este suceso provoca? Empezaremos indagando en esa raíz americana precolombina, anterior a lo impuesto por la colonización española de lo que hoy conocemos como América Latina, que indudablemente generó cambios en la forma de ver, vivir e interpretar la muerte.
Para las poblaciones mesoamericanas, la muerte no implicaba el final de una vida, sino una etapa más del ser. Era parte de la continuidad del gran ciclo de la vida, era visto como una transformación. En lo espiritual, el difunto transitaba diferentes estadíos que no eran consecuencia de sus actos en vida, sino que eran determinados por la forma de su muerte. A continuación podemos ver que, a diferencia de las religiones europeas, no se juzga moralmente en cuanto a las acciones realizadas en la vida terrenal, sino que todo es determinado por cómo se dió esa muerte:
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si una persona fallecía en enfrentamientos, en un sacrificio o durante un nacimiento (en el caso de las mujeres, morir para dar vida a un nuevo ser), la vida continuaba en “la casa del Sol”.
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Quienes morían a causa de un rayo, ahogados por el agua o por enfermedades ligadas a esta se dirigían al Tlalocan, un paraíso para quienes habían sido tratados con crueldad en vida y merecían ser recompensados en un lugar de felicidad.
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Todos los demás al fallecer se dirigían al Mictlan (el submundo azteca), gobernado por Mictlantecuhtli, el rey de la muerte. En este estadío, el muerto empleaba un viaje de cuatro años atravesando nueve lugares hasta llegar al Mictlan. Simbólicamente representa la muerte del sol y la idea de volver hacia la tierra, por lo que se enterraba a los cadáveres en posición fetal, haciendo alusión al vientre materno y del retorno hacia donde se inició la vida. Para esta travesía se consideraban necesarias las ofrendas, para que al difunto no le faltara en el más allá.
Actualmente, hay cerámicas recuperadas por arqueólogos donde se reconocen los relatos de estas historias sobre el viaje al inframundo. Según los descubrimientos, las criptas solían estar adornadas de inscripciones y dibujos, acompañadas por los objetos de transición para el muerto, que incluían vasijas con alimentos y bebidas, máscaras y piedras verdes, las cuales simbolizaban al maíz en crecimiento. El concepto de las piedras verdes y el maíz lo asociaban con el renacer, para poder ser sembrado en la tierra y volver a la vida.


“El ritual funerario es considerado como la primera muestra de que existió una cultura, esto muestra una conciencia de sí mismos y de su finitud. La idiosincrasia de las primeras culturas se veía reflejada en sus monumentos funerarios, dejando en un segundo plano su morada en vida, lo que recalca la importancia que le daban a la noción de la muerte.” (Ordóñez Sáenz, 2008: 25)
Para estas culturas, la relación era más directa con la naturaleza en el sentido de que la muerte era un suceso natural e inevitable. No lo consideraban un proceso doloroso porque para ellos no había una “pérdida”, simplemente se devolvía al más allá lo que alguna vez fue dado. El objetivo particular de este análisis es ver si aún existe esa fuerte conexión con el volver al inicio, y a pertenecer en la tierra, en un ciclo sin fin.
En su postura comunitaria, lo físico no determinaba el fin del camino de la vida, sino que permitía la continuidad espiritual.
Espacialmente, los entierros solían darse debajo de las viviendas particulares, con una idea de protección y conservación de ese difunto, y de que aún su presencia convive con el resto de la familia-sociedad. En las tumbas prehispánicas en Atzompa (Monte Albán, Oaxaca, México), hay vestigios de tumbas individuales en el caso de las clases más altas o incluso fosas de grandes dimensiones con cámaras mortuorias. Los complejos funerarios encontrados en esta zona arqueológica se sitúan en el interior de las construcciones escalonadas de base rectangular, donde en su interior se encuentran sitios determinados de cámara y antecámara. Los espacios destinados a los cuerpos podían darse hasta debajo de lo que se consideraba un dormitorio, algo totalmente perturbador e incómodo para el pensamiento actual.


“En todas las culturas antiguas el difunto estaba equipado apropiadamente para su último viaje. Los primeros monumentos funerarios y religiosos se dan alrededor del año 4800a.c., los menhires, son grandes piedras monolíticas enterradas de forma vertical formando pórticos o simplemente alineadas. Otras culturas enterraban a sus muertos en su propia casa, así simplemente los difuntos pasaban a vivir en un mundo subterráneo; pero se mantenían cerca, de cierta manera, de sus familias.” (Ordóñez Sáenz, 2008: 25-26)
Comprender que las creencias religiosas son influyentes para el proceso ritual y ceremonial de lo que implica una muerte, brinda una incansable fe en algo que nos es totalmente desconocido, pero en lo que se elige creer. Aún así, las culturas precolombinas ligan su relato religioso a deidades visibles y tangibles, en vez del monoteísmo ideal de las religiones europeas. Vinculan los elementos naturales con su realidad, el agua, el fuego (el sol), la tierra, el aire (el viento), entre otros, y los personifican para idealizar la vida y la muerte. Su costumbre sociocultural manifiesta que los ritos son empleados por un “bien mayor” (traer lluvia para las cosechas, terminar con sequías, a modo de clemencia frente a una gran peste, etc) y que el sacrificio o la muerte en sí también simbolizan la vida. Ser sacrificado era considerado un honor ya que garantizaba entrar a “La Casa del Sol” y dejar un buen legado en el mundo de los vivos. Durante los rituales, siempre sacaban el corazón ya que dentro de la cosmología maya, es el centro de convergencia entre el cuerpo y el espíritu.
Estas costumbres demuestran que el individuo no funcionaba como un ser único independiente sino que era parte de una comunidad a la que le era capaz de dedicarle hasta su derecho a vivir, una realidad donde la mismidad comunitaria es priorizada por sobre la individualidad.
